--Una sorpresa que vais a dar al rey.
--¿Costará cara?
--¡Bah! cien doblones para Le Brun.
--¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la
pintura esa?
--Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he
inspeccionado los trajes de nuestros poetas.
--¿Son elegantes, ricos?
--Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos.
Así se verá la diferencia que va de los
cortesanos de la riqueza a los de la amistad.
--¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!
--Pertenezco a vuestra escuela.
--¿Y adónde vais ahora? --preguntó Fouquet estrechando
la mano de Herblay.
--A parís en cuanto me dais una carta.
--¿Para quién?
--Para Lyonne.
--¿Qué deseáis de Lyonne?
--Un auto.
--¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?
--Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.
--¿Quién?
--Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya
para diez años por haber escrito dos ver-
sos latinos contra los jesuitas.
--¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos
latinos hace diez años que está preso el infe-
liz?
--Sí.
--¿Y no ha cometido otro crimen?
Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.
--¿Palabra?
--Palabra.
--¿Cómo se llama?
--Seldón.
--En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais
advertido?
--Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.
--¿Y está pobre esa mujer?
--Está en la miseria más espantosa.
--¡Oh Dios! --exclamó Fouquet, --a las veces permitís tales
injusticias, que me explico que haya infor-
tunados que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.
Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió
velozmente algunas líneas a su
compañero Lyonne.
Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.
--Guardaos, --dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas
de a mil libras que había en él, -
-haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre
todo no le digáis...
--¿Qué, monseñor?
--Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario
diría que yo soy un pobrísimo super-
intendente. Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.
--También yo lo espero, --dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo
apresuradamente con la
carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose
consigo a Moliere, que ya empezaba
a impacientarse.
OTRA CENA EN LA BASTILLA
Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de
la cena de los pobres cautivos.
Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a las fuentes
y a las cestas atestadas de
manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer,
se apropiaba a la condi-
ción del detenido.
Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día
tenía un convidado, por lo cual el
asador volteaba más cargado que de costumbre.
La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía
de un lebrato mechado, ceñido
de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en
salsa, jamón frito y rociado con
vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.
Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de
Vannes, el cual, vestido a
lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de su
hambre y demostraba la más
viva impaciencia.
El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor
de Vannes, y aque-
lla noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía
confidencia tras confidencia. El prelado se
convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la
desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en
cuerpo y alma y con la facilidad de las gentes vulgares, a la momentánea
llaneza de su comensal.
--Caballero --exclamó el gobernador, --y perdonad que así os llame,
pues en verdad esta noche no me
atrevo a llamaros monseñor.
--No, llamadme caballero, --repuso Aramis; --traigo botas. --Pues bien, caballero,
¿sabéis a quién me
recordáis esta noche:
--No, --respondió Aramis escanciándose vino, --pero supongo que